Lecturas del día: 1 Samuel 3:3b-10, 19; Salmo 39:2, 4, 7-10; 1 Corintios 6:13c-15a, 17-20; Juan 1:35-42
Readings of the day: 1 Samuel 3:3b-10, 19; Psalm 39:2, 4, 7-10; 1 Corinthians 6:13c-15a, 17-20; John 1:35-42
Di esta homilía en la Parroquia San Juan de Dios, Santa Marta, Magdalena, Colombia. This homily was given at San Juan de Dios (St. John of God) Parish, Santa Marta, Magdalena, Colombia.
Readings of the day: 1 Samuel 3:3b-10, 19; Psalm 39:2, 4, 7-10; 1 Corinthians 6:13c-15a, 17-20; John 1:35-42
Di esta homilía en la Parroquia San Juan de Dios, Santa Marta, Magdalena, Colombia. This homily was given at San Juan de Dios (St. John of God) Parish, Santa Marta, Magdalena, Colombia.
¿Qué significa en nuestras vidas escuchar, los unos a los otros y, sobre
todo, escuchar a Dios? Estamos con frecuencia más dispuestos a hablar; tenemos
la tendencia en nuestra oración misma de suplicar a Dios para nuestras
necesidades más que de escuchar atentamente a Dios, ¿sí o no?
No es malo de suplicar a Dios para lo que necesitamos.
Es lo que hacemos hoy en la oración colecta al principio de nuestra Misa.
Rezamos en nuestra oración colecta: “Dios todopoderoso y eterno que gobiernas
los cielos y la tierra, escucha con
amor las súplicas de tu pueblo y has que los días de nuestra vida
transcurran en tu paz.”
Otra vez digo: No hay nada de malo con esta oración. Reconocemos Dios
como creador de todo, “los cielos y la tierra.” Ojalá que cuando rezamos por la paz de Dios estamos
trabajando a llevar esta paz divino a nuestro mundo por nuestras palabras y
acciones. Reconocemos (pienso correctamente) a Dios como Dios de amor; Dios
fuente de todo lo bueno. Este reconocimiento nos hace capaces de rezar así:
Dios, “escucha con amor las súplicas de tu
pueblo”…
Pero todavía en nuestra oración al principio de esta Misa empezamos
pedirle a Dios de escucharnos: “Escucha con amor.” ¿Qué pasa cuando Dios nos
habla con amor; con murmullo inaudible dentro de nuestros corazones, y hacemos
dispuestos a escuchar; a ser sintonizados a la presencia de Dios?
Entramos en la situación de Samuel en nuestra primera lectura de hoy. El
joven Samuel, “durmiendo en el Templo” es dispuesto a escuchar a Dios antes que
Dios se revela a él. “Es que Samuel todavía no conocía al Señor, y no había
recibido ninguna revelación de Él.” Pero Samuel
escuchaba y discernía todavía la voz; la presencia del Señor.
Su maestro, Elí el sacerdote del templo, no entiende hasta la tercera
vez que Dios llama a Samuel que es el Señor que le está llamando. “Vuelve a acostarte,”
dice Elí a Samuel.
Padres de familia: ¿Han experimentado, por lo menos una vez, cuando tus
hijos no podían o no querían acostarse? “No puedo dormir,” ha dicho tal vez
algunos de los niños aquí entre nosotros a sus papás. “Tengo hambre… He tenido
un sueño malo”… “Vuelve a acostarte,” ¿ha
respondido tal vez algunos padres de familia a sus hijos en estas situaciones?
Entonces podemos tal vez empatizar con el sacerdote Elí en nuestra
primera lectura. “Vuelve a acostarte,” dice Elí a Samuel. Bueno, si tu hija o
hijo te decía, “Mamá, papá, escucho la voz de Dios y por eso no puedo
acostarme,” ¿pensarías que tu hija o hijo estaba actuando de una manera un poco
extraña?
Pero Samuel no deja de discernir la voz; la presencia de Dios llamándolo
a su servicio profético. La tercera vez que llama el Señor a Samuel, Elí
reconoce por fin que Samuel no está gastando su tiempo no queriendo acostarse a
noche; que Dios está realmente llamando al joven. Y cambia su respuesta a
Samuel. Luego Elí invita a Samuel, “Si alguien de llama, respóndele: ‘Habla,
Señor, que tu siervo escucha.’”
También es nuestra invitación cuando entendemos la llamada del Señor de
decir como Samuel, “Habla, Señor, que tu siervo escucha.” Haz tu voluntad a
través de mí. Pero hay un problema: Normalmente la voz de Dios en nuestras
vidas, lo que llamamos la revelación de Dios, no es así. No es normal que Dios
nos llama por truenos del cielo, o que su voz sea audible: “Hagan esto. No
hagan esto. Esto es mi voluntad para ti.” La revelación de Dios; de la voluntad
de Dios para nosotros, no es así.
El día de la Navidad del año pasado, estaba predicando en mi
parroquia en Rochester, Nueva York, en los Estados Unidos. Estaba nuestra Misa
navideña para los niños, y entonces necesitaba que alguien, escondido en la
congregación, sea la voz de Dios. Pedí al diácono de nuestra parroquia a
esconderse en el coro y a ser la voz de Dios durante mi homilía, y aceptó serlo. Bueno, la primera vez que hablo nuestro diácono con la voz de Dios, los
niños se pusieron un poco confundidos de quien estaba hablando. Pero sabían
después de unos segundos que no era realmente Dios hablando; que nuestro diácono no es Dios. La revelación; la llamada de Dios no es normalmente así.
Normalmente Dios no nos llama como llamo a Samuel;
la llamada de Dios es aún más sutil. La llamada de Dios
es respetuosa de nuestra propia voluntad. Es normalmente respetuosa de nuestra
necesidad de dormir a noche (aunque la llamada de Dios a Samuel es otra
historia). La revelación; la llamada; la voz; la voluntad de Dios nos conduzca
a la paz.
Sin embargo la llamada; la revelación de Dios de su
voluntad para nosotros; de nuestra vocación mejor dicho, nos invita a escuchar
atentamente. Escuchar bien a Dios no es solo escuchar con nuestras orejas. Es
abrir nuestros corazones a la presencia de Dios en nuestras vidas. Es orar,
pero no siempre hablando y suplicando a Dios. Podemos orar así: Pregunta a
Dios, “¿En que momentos he sentido más la calma y la paz; la felicidad y la alegría
en mi vida? ¿En qué momentos he sentido la tristeza o la distancia entre yo y Dios? ¿En qué momentos he pecado contra Dios; contra otras personas; contra mí
mismo? ¿En qué momentos necesito más el perdón y la reconciliación de Dios? ¿En qué momentos Dios me está llamando a actuar como profeta en este mundo;
profeta de paz; profeta de armonía en las familias, en nuestro país, y en
nuestro mundo?” Y después de haber preguntado a Dios así, permanecen unos
minutos en silencio. Acostumbraremos al silencio durante nuestra oración. No
tendremos miedo entonces del silencio.
Escuchar a Dios se hace no solo con el oído, pero
con todos nuestros sentidos y con nuestros corazones. Es el punto clave de
nuestras lecturas de hoy. “Glorifiquen, pues, a Dios con su cuerpo,” dice San
Pablo en nuestra segunda lectura, de su primera carta a los Corintios.
“Glorifiquen, pues, a Dios”; escuchan a Dios con todos sus sentidos; con todo
su ser.
“Maestro… ¿dónde vives?” preguntan a Jesús
los dos discípulos en nuestro Evangelio de San Juan. Jesús les contesta,
“Vengan y verán.” Ven y escuchan. Ven y abren tus corazones a la voluntad del
Señor; a la llamada del Señor, porque será nuestra respuesta a Dios lo de nuestro
Salmo de hoy; porque la voluntad de Dios será también nuestra voluntad: “Aquí
estoy, Señor, para hacer tu voluntad.”
Aquí estamos, Señor Dios, dispuestos como Samuel;
como el salmista; como discípulos de Jesucristo, con sentidos y corazones
abiertos. Estamos listos para hacer tu voluntad, para glorificarte en todo lo
que digamos y lo que hacemos: “Habla, Señor, que tu siervo escucha.”
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