Saturday, January 17, 2015

Homilía para el domingo, 18 de enero 2015

Segundo Domingo en el Tiempo Ordinario

Lecturas del día: 1 Samuel 3:3b-10, 19; Salmo 39:2, 4, 7-10; 1 Corintios 6:13c-15a, 17-20; Juan 1:35-42

Readings of the day: 1 Samuel 3:3b-10, 19; Psalm 39:2, 4, 7-10; 1 Corinthians 6:13c-15a, 17-20; John 1:35-42

Di esta homilía en la Parroquia San Juan de Dios, Santa Marta, Magdalena, Colombia. This homily was given at San Juan de Dios (St. John of God) Parish, Santa Marta, Magdalena, Colombia.


¿Qué significa en nuestras vidas escuchar, los unos a los otros y, sobre todo, escuchar a Dios? Estamos con frecuencia más dispuestos a hablar; tenemos la tendencia en nuestra oración misma de suplicar a Dios para nuestras necesidades más que de escuchar atentamente a Dios, ¿sí o no?

No es malo de suplicar a Dios para lo que necesitamos. Es lo que hacemos hoy en la oración colecta al principio de nuestra Misa. Rezamos en nuestra oración colecta: “Dios todopoderoso y eterno que gobiernas los cielos y la tierra, escucha con amor las súplicas de tu pueblo y has que los días de nuestra vida transcurran en tu paz.”

Otra vez digo: No hay nada de malo con esta oración. Reconocemos Dios como creador de todo, “los cielos y la tierra.” Ojalá que cuando rezamos por la paz de Dios estamos trabajando a llevar esta paz divino a nuestro mundo por nuestras palabras y acciones. Reconocemos (pienso correctamente) a Dios como Dios de amor; Dios fuente de todo lo bueno. Este reconocimiento nos hace capaces de rezar así: Dios, “escucha con amor las súplicas de tu pueblo”…

Pero todavía en nuestra oración al principio de esta Misa empezamos pedirle a Dios de escucharnos: “Escucha con amor.” ¿Qué pasa cuando Dios nos habla con amor; con murmullo inaudible dentro de nuestros corazones, y hacemos dispuestos a escuchar; a ser sintonizados a la presencia de Dios?

Entramos en la situación de Samuel en nuestra primera lectura de hoy. El joven Samuel, “durmiendo en el Templo” es dispuesto a escuchar a Dios antes que Dios se revela a él. “Es que Samuel todavía no conocía al Señor, y no había recibido ninguna revelación de Él.” Pero Samuel escuchaba y discernía todavía la voz; la presencia del Señor.

Su maestro, Elí el sacerdote del templo, no entiende hasta la tercera vez que Dios llama a Samuel que es el Señor que le está llamando. “Vuelve a acostarte,” dice Elí a Samuel.

Padres de familia: ¿Han experimentado, por lo menos una vez, cuando tus hijos no podían o no querían acostarse? “No puedo dormir,” ha dicho tal vez algunos de los niños aquí entre nosotros a sus papás. “Tengo hambre… He tenido un sueño malo”…  “Vuelve a acostarte,” ¿ha respondido tal vez algunos padres de familia a sus hijos en estas situaciones?

Entonces podemos tal vez empatizar con el sacerdote Elí en nuestra primera lectura. “Vuelve a acostarte,” dice Elí a Samuel. Bueno, si tu hija o hijo te decía, “Mamá, papá, escucho la voz de Dios y por eso no puedo acostarme,” ¿pensarías que tu hija o hijo estaba actuando de una manera un poco extraña?

Pero Samuel no deja de discernir la voz; la presencia de Dios llamándolo a su servicio profético. La tercera vez que llama el Señor a Samuel, Elí reconoce por fin que Samuel no está gastando su tiempo no queriendo acostarse a noche; que Dios está realmente llamando al joven. Y cambia su respuesta a Samuel. Luego Elí invita a Samuel, “Si alguien de llama, respóndele: ‘Habla, Señor, que tu siervo escucha.’”

También es nuestra invitación cuando entendemos la llamada del Señor de decir como Samuel, “Habla, Señor, que tu siervo escucha.” Haz tu voluntad a través de mí. Pero hay un problema: Normalmente la voz de Dios en nuestras vidas, lo que llamamos la revelación de Dios, no es así. No es normal que Dios nos llama por truenos del cielo, o que su voz sea audible: “Hagan esto. No hagan esto. Esto es mi voluntad para ti.” La revelación de Dios; de la voluntad de Dios para nosotros, no es así.

El día de la Navidad del año pasado, estaba predicando en mi parroquia en Rochester, Nueva York, en los Estados Unidos. Estaba nuestra Misa navideña para los niños, y entonces necesitaba que alguien, escondido en la congregación, sea la voz de Dios. Pedí al diácono de nuestra parroquia a esconderse en el coro y a ser la voz de Dios durante mi homilía, y aceptó serlo. Bueno, la primera vez que hablo nuestro diácono con la voz de Dios, los niños se pusieron un poco confundidos de quien estaba hablando. Pero sabían después de unos segundos que no era realmente Dios hablando; que nuestro diácono no es Dios. La revelación; la llamada de Dios no es normalmente así.

Normalmente Dios no nos llama como llamo a Samuel; la llamada de Dios es aún más sutil. La llamada de Dios es respetuosa de nuestra propia voluntad. Es normalmente respetuosa de nuestra necesidad de dormir a noche (aunque la llamada de Dios a Samuel es otra historia). La revelación; la llamada; la voz; la voluntad de Dios nos conduzca a la paz.

Sin embargo la llamada; la revelación de Dios de su voluntad para nosotros; de nuestra vocación mejor dicho, nos invita a escuchar atentamente. Escuchar bien a Dios no es solo escuchar con nuestras orejas. Es abrir nuestros corazones a la presencia de Dios en nuestras vidas. Es orar, pero no siempre hablando y suplicando a Dios. Podemos orar así: Pregunta a Dios, “¿En que momentos he sentido más la calma y la paz; la felicidad y la alegría en mi vida? ¿En qué momentos he sentido la tristeza o la distancia entre yo y Dios? ¿En qué momentos he pecado contra Dios; contra otras personas; contra mí mismo? ¿En qué momentos necesito más el perdón y la reconciliación de Dios? ¿En qué momentos Dios me está llamando a actuar como profeta en este mundo; profeta de paz; profeta de armonía en las familias, en nuestro país, y en nuestro mundo?” Y después de haber preguntado a Dios así, permanecen unos minutos en silencio. Acostumbraremos al silencio durante nuestra oración. No tendremos miedo entonces del silencio.

Escuchar a Dios se hace no solo con el oído, pero con todos nuestros sentidos y con nuestros corazones. Es el punto clave de nuestras lecturas de hoy. “Glorifiquen, pues, a Dios con su cuerpo,” dice San Pablo en nuestra segunda lectura, de su primera carta a los Corintios. “Glorifiquen, pues, a Dios”; escuchan a Dios con todos sus sentidos; con todo su ser.

“Maestro… ¿dónde vives?” preguntan a Jesús los dos discípulos en nuestro Evangelio de San Juan. Jesús les contesta, “Vengan y verán.” Ven y escuchan. Ven y abren tus corazones a la voluntad del Señor; a la llamada del Señor, porque será nuestra respuesta a Dios lo de nuestro Salmo de hoy; porque la voluntad de Dios será también nuestra voluntad: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.”

Aquí estamos, Señor Dios, dispuestos como Samuel; como el salmista; como discípulos de Jesucristo, con sentidos y corazones abiertos. Estamos listos para hacer tu voluntad, para glorificarte en todo lo que digamos y lo que hacemos: “Habla, Señor, que tu siervo escucha.”

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